La fiebre del oro
Durante los meses del otoño tardío y el invierno, en las tierras de olivares de Andalucía se desata una fiebre. Una actividad compulsiva e incesante invade las franjas blancas y verdes de los campos de olivos. Una carrera contra el tiempo para recoger lo más rápidamente posible los frutos de los árboles.
Millones de kilos de aceitunas se recolectan en unos pocos meses. Si se recogen demasiado pronto les faltará madurez, si demasiado tarde caerán al suelo deteriorándose. Es necesario que todo ocurra a su debido tiempo.
Miles de andaluces basan su economía anual en la recogida de este fruto. Las aceitunas sacrificadas en la prensa parirán el preciado líquido dorado culpable de esta fiebre del oro.
Miles de personas se levantan cada día cuando todavía es de noche. Hace frío, mucho frío, demasiado frío. El trabajo es duro, muy físico; cargar, extender mantos, varear, recoger las aceitunas que se caen, trasladar los mantos a un nuevo lugar, acarrear enormes redes llenas de frutos, llenar los tractores, recoger los restos de ramas rotas esparcidas por la tierra. Casi todo manual. De prisa, todo ocurre muy deprisa, sin tiempo para pensar, casi sin tiempo para sonreir, sin tiempo para celebrar.
Al final del día el cuerpo acaba roto, las caras reflejan el sufrimiento. Toda la aceituna recogida se lleva a la almazara donde el esfuerzo se traducirá en litros de dorado aceite y este en el sustento de la familia.
Mañana será otro día, igual de duro, Igual de frío. Ya celebrarán cuando llegue la primavera.
«Manos como témpanos
aprietan con fuerza la vara
en la gélida mañana.
Arrastrando sus grandes mantos
con el sudor en la frente
reposo y comida esperan.
Otro día más
grandes redes de peces
verdes y negros recogen.»
Fernando Arias